Pedro Mattar y Mimí Harb: Caracas en tres tiempos

Pedro mattar en su casa en caracas.

Loulie, decidió enseñarle español a su nieto Pedro Mattar (n. 1932) antes que cruzara el Atlántico. Había aprendido el idioma en Chile, a donde emigró después de la Primera Guerra Mundial para luego retornar a su pueblo natal Tannourine, en el norte del Líbano. Pedro, de 16 años, partiría pronto a Caracas – donde se había asentado años antes su tío del mismo nombre, que recientemente había visitado el Líbano y lo había invitado a migrar –en compañía de sus dos primos hermanos Freddy y Antonio Mattar– a aquella distante tierra prometida que era Venezuela.

Tras pasar toda su vida en las montañas, entre arboles de manzanas y casas de piedra calizas perdidas en montañas milenarias, el joven Pedro partió de Beirut en un gran barco con destino a Marsella. Atrás, en la bruma del Mediterráneo, quedaron las montañas del Líbano. Al frente, los techos de tejas del sur de Francia.

Pero, al llegar al destino, Pedro enfermó de neumonía. El grupo de siete u ocho nativos de su pueblo con los que viajaba lo dejaron en un hospital: no se le permitió tomar el tren para París – donde, a diferencia de Beirut, había una embajada venezolana que les daría una visa. Mientras sus compañeros partían a París, el se encontró solo en un hospital defiéndase con el poco francés que sabía.

En el hospital de Marsellas conoció un señor marroquí. “Lo visitaba, le llevaba frutas y manzanas, lo entendía a pesar del acento”, dice la esposa de Pedro, Mimí. El marroquí, que lo adoptó como un hijo durante esos días, lo llevó a la estación de tren poco después de que saliese del hospital. Partió a París, donde tenía la dirección de dos hermanos libaneses que habían montado una posada para migrantes libaneses, y se reencontró con su grupo. Tras dos semanas, tomaron un vuelo y partieron a Caracas. El mundo, en cuestión de un parpadeo, se había hecho vasto.

En Caracas, su tío Pedro se dirigió al aeropuerto en La Guaira a recibirlos. Pero el avión no apareció. Tío Pedro tomó su auto y regresó a Caracas: no sabía que, por alguna falla que presentó el avión, este había tenido que hacer una parada en alguna isla del Caribe. Por ello, cuando el avión finalmente llegó a Caracas con un día de atraso, los migrantes no encontraron a nadie recibiéndolos en su nuevo país. Pero Pedro tenía su cuaderno de español y árabe, resultado de sus clases con su abuela.

Así, pidió un taxi a una dirección que tenía anotada de Ninoska – la tienda de textiles de su tío en el centro de Caracas. Así, llegó al mercado libre de la Plaza El Venezolano donde –fortunas del lenguaje– encontró comerciantes de Zgharta, otro pueblo norteño. Con ellos, buscó la tienda hasta dar con su tío. “Todo fue gracias a el” por haber aprendido español, dice Mimí. Y así, Pedro se estableció en la esquina de las Madrices en el centro, comenzó a trabajar de día en Ninoska y continuó su educación del idioma en una escuela nocturna en el área. “Para aquella época la gente no tenía los conocimientos de hoy en día”, dice Mimí, “Los niños hoy día nacen hablando casi.”

Era 1948 y Caracas apenas tenía unos 360.000 habitantes. “Llegué y encontré todo raro”, dice Pedro de su percepción al llegar a Venezuela, “Pero al llegar al centro encontré un montón de paisanos hablando árabe”. El clima era caliente y las gentes eran extrañas. Un día, se dirigió a la fábrica de goma de su tío para supervisar la producción de almohadas, colchones y cauchos. Allí, conoció una empleada y le preguntó por sus hijos. “Tengo cinco”, le dijo la mujer y procedió a nombrarlos. Todos tenían apellidos diferentes: algo inconcebible en un Líbano donde el divorcio no existe entre los cristianos, como los Mattar, y los hijos extramaritales son un tabú. “Esas cosas marcan a uno cuando recién llega del Líbano, pero uno se adapta rápido a este país”, dice Mimí, “Su gente es muy amable. El venezolano es muy gente, muy cercano, muy chistoso y uno no se siente extranjero. Yo me considero venezolana, venezolana. Sigo amando al Líbano y me encanta ir, pero me gusta regresar a Venezuela.”

Hasta 1952, Pedro trabajó en Ninoska: luego, su tío lo envió a Acarigua, en Portuguesa, a encargarse de una tienda de telas, ropa y perfumería que tenía allí. “Vivió su juventud ahí”, dice Mimí, entre parranda y amistades. “Terminó comprando el terreno donde estaba el negocio y luego construyó un edificio ahí”, vendiendo todos los apartamentos y los negocios de abajo. Tras cinco años, en 1957, su tío le pidió regresar a Caracas y encargarse de las ventas en Ninoska.

En un parpadeo, habían pasado diez años. Ahora, Pedro era un veinteañero que ya dominaba el español –con una voz que recuerda a la de Oscar Yanes– y Venezuela era una democracia salpicada de autopistas y torres empresariales. En 1961, decidió visitar el Líbano de nuevo. 

mimí Harb en su casa en caracas

            Mimí Harb (n. 1940) se había asentado con sus padres en Trípoli, una prospera ciudad musulmana de la costa, cuando Pedro Mattar regresó al Líbano en 1961. Allí, estudiaba en la escuela de monjas francesas Saint Vincent de Paul, la cual sería destruida en la guerra civil y forzada a reubicarse en un pueblo en las montañas católicas.

            Cuando llegaba el verano, Mimí subía a la frescura de Tannourine. “Nosotros los jóvenes pasábamos los tres meses del verano en el pueblo”, dice. “Todos los de mi edad eran estudiantes brillantes”, explica, “Formamos una asociación de estudiantes”. Entre ellos estaba Salah Mattar, el hermano menor de Pedro, hijo de la segunda esposa de su padre Assad después del fallecimiento de su madre Cristina. “Salah era un hombre brillante e inteligente”, dice Mimí, explicando que Pedro –por medio de las remesas de Venezuela– le había costeado la educación a él y a sus otros hermanos en el Líbano, incluso trayendo a su hermano Jamil a vivir en Barquisimeto.

“Pedro le mandó a decir [a Salah] en una carta: a mi me gustaría que tú estudiaras medicina”, cuenta Mimí. Salah le respondió: “Hermano, agradezco tu concejo, pero a mi la medicina no me llama la atención. Quiero estudiar derecho. ¿Qué prefieres? ¿Un mal médico o un abogado brillante?” “Y fue brillante”, dice Mimí, “Muy brillante”.

A pesar de la cercanía con el hermano de Pedro, ambos se conocerían por un hermano de la madre de Mimí que había vivido dos años en Caracas. “¿Quieres venir conmigo? Voy a visitar un amigo de Caracas”, le preguntó su tío. Mimí aceptó con gusto, vistiéndose elegante y poniéndose tacones altos. Poco después de la reunión, Pedro empezó a averiguar con Salah sobre Mimí. Siguieron las visitas y las conversaciones.

Una noche, Pedro la invitó a una fiesta en su casa. Bailando, Pedro le enseñó un tronco cedro tallado en la forma del cedro de la bandera libanesa –que había comprado en las áreas de Ehden o Bcharre– en la pared. “Me quiero llevar un cedro a Venezuela”, le dijo Pedro a Mimí. “Bueno ahí lo tienes”, le respondió ella, “Ya lo compraste”.

“Ese cedro no es el que quiero”, le respondió él, “¡Quiero un cedro vivo!”

“Lo que más me marcó subiendo del aeropuerto fue ver los ranchos”, dice Mimí, el cedro vivo, “No puede ser que un país sea rico y petrolero y vivan en ranchos”. Sin embargo, al llegar a Caracas quedó vislumbrada por el verdor de la ciudad y la imponencia multicolor de el Ávila. Ya no era la pequeña ciudad provinciana, de techos rojos, a la que había llegado Pedro. “Caracas era una ciudad hermosa”, dice, “Cuando yo llegué, ya era mucho más grande, había urbanizaciones, fue creciendo poco a poco”. Se habían casado a finales de 1961 en el Líbano, partiendo por una glamurosa luna de miel por Roma, París y Nueva York.

            En Caracas, Mimí fue recibida por tío Pedro y su esposa Almaza. “Ella era un amor”, dice Mimí, “La casa de ellos estaba abierta para cualquier inmigrante que venía a Venezuela”. Tío Pedro se había convertido en un pilar de la comunidad libanesa de Caracas. “Don Pedro era el caballero, inteligente, capacitado”, dice Mimí, “Fue uno de los primeros que empezó a trabajar, y Pedro también, para hacer un club [de libaneses] en Caracas”. Hoy, en el Club Líbano Venezolano fundado en aquel entonces, se encuentra un busto del tío Pedro comisionado por Michel Sayegh, un reconocido inmigrante de Zgharta que llegaría a Venezuela en los cincuenta.

Un año después de la llegada de la pareja, nacería en Caracas su primera hija de la pareja Jessica. En esa misma ciudad donde crecía su familia, Pedro dedicaría el resto de su vida –hasta el final– a Ninoska, aquella tienda sobreviviente de una Caracas placida y patricia. La heredaría de su tío Pedro en 1971, cuyos hijos no continuaron en el negocio, poco antes de que Mimí quedara embaraza de su tercer y cuarto hijo: unos morochos. Eventualmente, los cuatros hijos se harían nueve nietos y dos bisnietos.

            Mimí, con el más dulce cariño maternal, ha sembrado sus raíces de cedro en Caracas –en una quinta en las colinas donde se ve el sempiterno Ávila azul y donde cuelgan cruces y relojes de madera en las paredes. Pedro, dos años después de la entrevista, falleció el 29 de diciembre del 2022. “Él fue un luchador”, dice Mimí.

Teresa Torbay de Mattar: Un Castillo Para la Paz

Teresa Torbay de Mattar. Foto de mi autoría. Edición: Adrián Diaz.

Teresa Torbay de Mattar. Foto de mi autoría. Edición: Adrián Diaz.

Al tiempo consiguiente a su llegada desde el Líbano, Teresa Torbay (n. 1942) y su hermano Mauricio estudiaron dos años en el colegio hebreo de Caracas, el Moral y Luces Herzl-Bialik, por la proximidad que tenía a la quinta donde se habían mudado. Teresa recuerda la experiencia con cariño, aunque – por ser católica – no entrase a las clases de religión, y recolecta haber aprendido algunas palabras de yiddish. Era “la misma historia de hoy en día”, dice refiriéndose al conflicto entre Israel y su país natal, “pero en Caracas no había ningún conflicto. Entonces yo podía estar sin ningún problema como uno de ellos.” Venezuela era el nuevo mundo: borrón y cuenta nueva.

Los Torbay eran oriundos de Tannurin, un pueblo maronita enclaustrado – entre dolinas, cascadas y cedros – en los valles del norte del Líbano. Allí, por su larga data, la familia históricamente llevó el título nobiliario de sheik aunque para Teresa, “es lo más ridículo del mundo, ni lo menciones.” Su padre, Chahid, era comerciante de frutas, especialmente de panzas pues crecían bien en las montañas de la zona y de allí las mandaba a depósitos. Aun así, encontraba su pasión en la pedagogía: reunía a los jóvenes de la zona para enseñarles, pues había estudiado un año de medicina en París hasta que la Segunda Guerra Mundial interrumpió sus estudios.

Su estadía en Paris, capital del imperio que clamaba al Líbano como suyo, había sido auspiciada por su hermano Rachid quien había inmigrado años antes a Guayaquil, en Ecuador, donde abrió una “botica” (como llamaban a las boutiques en Ecuador) y posteriormente un laboratorio. El éxito económico de Rachid en Ecuador permitiría que Chahid, su otro hermano William y Jihad – el hijo de Rachid que estudiaría farmacéutica – partieran a estudiar en Europa. Pero la guerra pronto evitaría el flujo monetaria, complicando las comunicaciones en el mundo, y los Torbay partieron a sus respectivos países.

Previamente, otros Torbay de “tercer grado de parentesco” se habían establecido en Colombia: de allí saldría Julio César Turbay, presidente colombiano, con quien la familia en Venezuela mantendría el contacto. Siguiendo los pasos de Rachid, cinco de los hermanos Torbay (los tíos de Teresa) se establecieron en Guayaquil para trabajar en el laboratorio de Rachid donde “vendía remedios muchas veces preparados por él, de hierbas y cosas y de ahí se interesó en la farmacia.” Pero, posteriormente, enviaría a varios de ellos Caracas “porque había empezado el boom del petróleo aquí”: Henry, Alejandro (que estudiaría odontología en Caracas) y William que abriría la empresa de refrigeración comercial Mercantil Federal, que llegó a ser la “más importante de Latinoamérica”, en palabras de Teresa quien cuenta que “todavía hay en abasticos viejos y eso, cajas pequeñas que dicen Mercantil Federal.”

Pero Chahid, que seguía en el Líbano, “realmente no le interesaba venir. Tenía su trabajo, su comercio, no estaba muy entusiasmado de venir.” Aun así, sus hermanos “influyeron mucho en él para que él viniera y él último que vino a Venezuela fue él.” Así, en avión, Chahid, su esposa Salime Heshim y sus hijos partieron a Caracas en 1948 cuando Teresa tenía seis años y su hermano tenía doce. “Estaban mis tíos en el aeropuerto recibiéndonos”, recuerda Teresa con su voz modulada y de dama caraqueña, casi purgada del acento libanés por su llegada a tan corta edad, “Nos llevaron a [las esquinas] de Llaguno a Bolero a un apartamento que mi tío William nos había amueblado” y en su mismo edificio. “Nosotros llegamos con todo listo”, recuerda Teresa agradecida con sus tíos, “no necesitamos nada.”

Chahid comenzó a trabajar junto a sus hermanos en la Mercantil Federal y tres meses tras su llegada, por su dominio del francés, “hablaba el español perfecto”, recuerda Teresa, “Los libaneses aquí se quedaban impresionados por como él manejó el español.” En ese transcurso, tuvo su primer trabajo de la empresa: montar la refrigeración de un supermercado en San Bernardino. El éxito de este proyecto le permitiría prontamente mudarse a una quinta en la zona, relativamente nueva y poblada por muchos inmigrantes sud-europeos y asquenazíes, frente al recién fundado colegio hebreo Moral y Luces.

Mientras tanto, Salime – la madre de Teresa – se dedicó a ser “ama de casa cien por cien.” Teresa la recuerda como una mujer “por supuesto del hogar, una mujer de generosidad increíble – eso es común en los libaneses pero ella era especial.” Recuerda, además, su amor por la cocina gourmet, pues del Líbano había traído con ella libros de cocina en francés como “un libro que se llamaba Al Rayes”, del chef Georges Nassif Al Rayes – “el mejor del Líbano” – del conocidísimo Hotel Le Bristol en Beirut, “que era como el Scannone aquí ¿Quién no tiene Scannone aquí?”

“Nunca sentimos que teníamos la necesidad de algo como hijos, ella se sacrificaba para darnos todo lo que ella decía que no significaba para ella”, dice Teresa, quien recuerda que su mamá prefería no usar prendas porque las consideraba parte del estilo de las libanesas musulmanas, y “entonces todo lo que ella podía necesitar nos lo daba a nosotros.” Aunque Salime no hubiese concluido la primaria, “hablaba de los temas que ella dominaba y se callaba cuando no sabía un tema pero oía a los demás cuando era un tema importante” pues “no era ignorante, era instruida, pero ella no sabía del sol, de la luna, de no se qué, entonces escuchaba y cuando eran las cosas que conocía, hablaba muy bien, se expresaba muy bien.”

Teresa interrumpe la historia con la generosidad de su madre. Me ofrece un jugo de mango “recién hecho” y una torta: “eso está muy sabroso, lo tienes que comer.” Prosigue el relato: de San Bernardino, los Turbay se mudarían a un edificio pequeño en Los Caobos y entraría a un kínder en el colegio de mujeres La Consolación, fundado por monjas españolas y donde culminaría el resto de su graduación. La familia posteriormente se mudaría a Las Palmas y de allí a Colinas de Bello Monte, una zona todavía periférica donde Chahid construyó una casa: la única del área junto a la de sus vecinos, el doctor Francisco De Venanzi – Rector de la UCV – y su esposa, íntima amiga de Teresa. También, cerca de ellos, el General Marcos Pérez Jiménez, en aquel momento dictador de Venezuela, se encontraba en proceso de construir su propia casa mid-century: a su caída, la propiedad fue entregada a la Universidad Central y transformada en el Instituto de Biología Experimental de la universidad.

Teresa pasaría oda su adolescencia en su casa cuasi-campestre escondida en las colinas, donde tenían “mapita para los que nos venían a visitar” y sus papás vivirían 58 años, antes de graduarse de La Consolación y partir – como regalo de graduación – a pasar una semana en Italia y redescubrir su país natal, a donde no había regresado y donde pasaría seis meses. 

Infatuaciones adolescentes

Una joven Teresa

Una joven Teresa

            Cuando Teresa tenía doce años, Don Pedro Mattar – un comerciante de Tannurin también establecido en Caracas – la invitó junto a sus primas a recibir a las niñas Mattar, que eran amigas de Teresa, puesto que estudiaban en Canadá y habían llegado a vacacionar en Caracas. Aquel día, a pesar de la recepción, el patriarca Mattar bajó a La Guaira: iba a recibir a sus sobrinos que llegaban al país tropical para trabajar en Ninoska, la tienda de telas de Don Pedro que era considerada una de las mejores tiendas telas de Caracas. “Ya es otra categoría porque ya no se puede importar”, agrega Teresa con cierta lamentación ante un país venido a menos, “antes todas las novias importaban todo con Ninoska, no había una novia que no. Las telas suizas más finas, las telas italianas más finas, todo era de Ninoska”

Don Pedro regresó a la casa, acompañado de sus sobrinos: Farid Mattar (n. 1928. f. 2000) y su hermano Assad. Farid – que tenía 24 años – saludó a Teresa y le dio golpecitos en la cabeza. Pronto, empezaron a hablar y a conectar sus familias. Teresa recuerda el diálogo con exactitud.

“Habibti, inti bint min?” (Mi amor, ¿tú eres la hija de quién?), le preguntó Farid.

“Ana bint Salime, bayi ismou Chahid Torbay, w sitti isma Dalila” (Soy la hija de Salime, mi papá se llama Chahid Torbay y mi abuela se llama Dalila), respondió Teresa.

“¡Mabisir! Mouch maaoul, ¿bayik?” (¡Increíble! No puede ser, ¿él es tu papá?), le dijo Farid al hacer la conexión. Entonces, comenzaron a conversar y a hacer conexiones familiares. Ninguno de los dos lo suponía, pero Teresa acababa de conocer a quien sería su futuro esposo. Luego, con poco interés, Assad la saludó. La tertulia y los abrazos continuaron, entonces Teresa se aproximó a su prima Diana Torbay para decirle que Farid era simpático, a diferencia de Assad quien “de verdad, era más serio. Farid era más sociable, toda la vida fue más sociable.” Teresa hace una pausa. “¿Tú conociste a mi cuñado Assad? Bello… Alto…”

Teresa y Farid con sus hijos en Caracas (El Helicoide de fondo) durante los años 60.

Teresa y Farid con sus hijos en Caracas (El Helicoide de fondo) durante los años 60.

Luego, con el valle de Caracas iluminado en la ventana que le sirve de fondo, observa mi plato de torta. “Mi amor termina la torta”, me ordena, “¿No está buena?”. Está buena. Teresa sigue reviviendo, quitándole los velos a las memorias, a aquella pequeña comunidad de Tannurin que se había establecido en aquella Caracas bulliciosa de grúas y camiones cargando tierra roja en colinas mutiladas: aquella comunidad de nueve familias con quienes transcurrió su adolescencia, yendo a comer fresas en la Colina Tovar, a bañarse en las playas de la casa de su tío Henry “que era un amor” en Boca de Aroa o a disfrutar de la naturaleza en la casa de su  tío William en Los Guayabitos, donde “aún no había nadie.” Ahora Teresa era una adolescente – delgada, con un pelo negro que peinaba con pollina y cola de caballo – y Farid, entre tantos planes comunitarios, buscaba conversarle.

En aquellos años, Farid comenzó a estudiar Derecho en la Universidad Central de Venezuela. Por la cercanía de la universidad con la casa de los Torbay, enclaustrada en las montañas de Bello Monte, Farid empezó a frecuentar la casa junto a uno de sus compañeros de clases pues Salime los esperaba todas las noches para la cena. Teresa recuerda que, en aquellas constantes visitas, Antonio Raidi – el amigo de Farid de la universidad que lo acompañaba a almorzar en casa de los Torbay – solía bromear y decirle a él que dejara “de estar buscando por ahí. Con quien te vas a casar tú es con Teresita.” Teresa ríe: “No había ¡nada! entre el yo… pero ya yo me había dado cuenta que él estaba frecuentando más de la cuenta la casa”, recuerda ella, “y a mi me gustó – te puedo decir – desde los 12 años… claro, a los 12 años no me va a gustar un hombre en ese sentido pero a los 16, 17, que ya empezaron a frecuentar los muchachos libaneses, yo le decía a mi mamá: olvídense, o Farid Mattar o nadie.” Así, poco a poco, Farid comenzó a coquearle y “a soltar palabras” aunque la relación no terminaría de hacerse realidad hasta la estadía de medio año en el Líbano. 

Amor de verano 

Del Líbano, Teresa recordaba muy pocas cosas – “ridiculeces que ni vale la pena mencionar”, según ella, como un helado frapé que le hacía Chahid con almíbar al caer la primera nevada o “el gentío” de Tannurin que los despidió cuando tomaron el autobús a Beirut para partir a Caracas. También, recordaba un pequeño santuario que Salime había construido frente a sus huertos para la Virgen de Santa Teresa antes de partir a Venezuela. Incluso, al día de hoy, el santuario sigue allí en pie.

“Fue la época mas feliz de mi vida”, dice Teresa sobre su retorno en 1960, seis meses en los cuales vivió en la casa de su tía Geneviève, “descubrí un Líbano multi-confesional” anterior a la guerra civil donde convivían muchas religiones y “donde tenía la belleza del oriente y del occidente, por un lado muy afrancesado y por el otro lado muy oriental, me gusto muchísimo.” Recuerda la infinidad de vivencias, pues su tío tenía un chofer que la llevó a conocer todo país “antes de la guerra, en su apogeo, cuando se daban los festivales mas grandes en Baalbek, cuando el espectáculo del Casino del Líbano fue muy superior al Lido de Paris – precioso el casino, caballos, cascadas de agua que caían, me volvió loca, mujeres que bajaban del techo, impresionante.” Teresa comió “en restaurantes excelentes”, conoció el Hotel Continental “que era el más exclusivo, más pequeño pero superior al Phoenicia” (uno de los hoteles más icónicos de Beirut) y fue a la playa del exclusivo St. Georges Hotel, posteriormente destruido en la guerra civil, junto a “la esposa del doctor Manuel Younes que era diputado.”Farid, por su lado, había viajado al primer congreso de la Unión Libanesa Cultural Mundial (WLCU) que se celebraría en Beirut. Había hecho un chárter desde Venezuela junto a otras familias libanesas, entre ellos los Sayegh de Zgharta quienes eran allegados.

Un día, mientras Teresa y Salime se encontraban en la iglesia de Tannurin, un niño pequeño entró al templo con un mensaje para Salime: “señora Torbay, hay un joven de Venezuela afuera que trae una carta para usted y la quiere saludar.” Encontraron a Farid en la plaza del pueblo y este la saludó con tres besos en los cachetes. “Este demasiado rápido cogió la costumbre libanesa”, pensó Teresa, quien dice que lo pensó “como muchachita que jamás un hombre me había tocado ni el dedo de la mano.” Farid, cortés y amable, iría a casa del abuelo de Teresa donde fue muy bien recibido. Así, por varios días, se dirigió a visitar aquel hogar. Teresa no hesitó en afrontarlo: “mira chico, ¿tú sabes una cosa? conmigo no hay juego”, le dijo ella a Farid a solas, “aquí hay muchos jóvenes que creen que porque yo vengo de América tengo millones. Así que ¿qué vienes a hacer tú? Tú sabes que mi papá no tiene los 10 millones que le calculan.” Pero las visitas continuaron, incluyendo aquellas del papá de Farid al abuelo de Teresa.

Poco tiempo después, los padres de Teresa decidieron pasar una semana en Brummana – un pueblo montañoso cercano a Beirut con uno de los mejores hoteles para disfrutar del clima fresco de la cordillera. “Si no les importa, yo quiero ir con ustedes”, les dijo Farid. Así, se dirigieron a buscar a Farid con el chofer para partir las montañas cercanas a Beirut. Teresa se sorprendería cuando, al llegar a la casa de los Mattar, su futuro suegro la recibió con un traje gris de rayas: en una ocasión previa, le había dicho a Farid que le gustaría ver a su papá – que era “alto y buenmozo, siempre impecable pero con su sherwel” (un pantalón holgado, típico de la vestimenta folklórica libanesa) – usar “un traje francés, un traje normal.” Teresa subió, lo abrazó y le agradeció antes de acotarle que “no tenía porque hacer eso.” El padre de Farid le respondió que “con mil amores haría lo que sea por ti, lo que pasa es que yo estoy acostumbrado a mi comodidad.” Teresa le dijo que no hacía falta, que se pusiese su sherwel “que le queda muy bien.”

“Mi papá y mi mamá no nos dejaron solos ¡ni un minuto!”, dice Teresa de aquel viaje a Brummana, recordando que en el carro ella iba en el asiento del medio y Farid le tocaba la mano pero ella la retiraba “porque eso era pecado moral, nosotras no veíamos hombres sino nuestros tíos.” De hecho, sus padres no la dejaron ver una película categoría B, que se catalogaba B por mostrar un beso, hasta los 16 años cuando fue a una función en el cine de Las Palmas junto a su prima Diana. Al ver el beso, “de la emoción, empecé a pellizcar a mi prima Diana” pero alguien la golpeó de vuelta con el codo: “señorita, ¿por qué me está pellizcando a mi?” Teresa  se había confundido: era un hombre. No pudo ver el último beso de la película porque obligó a Diana a salir pues “me iba a morir de la vergüenza.”

Farid Mattar

Farid Mattar

Antes de dirigirse a Brummana, la familia decidió pasar una noche en Beirut y sentir su frenetismo al ir a bailar – invitados por un tío – a la afamada discoteca Les Caves du Roy, diseñada como una gruta antigua, donde solían frecuentar el Tout-Beirut y el jet set, incluyendo a Brigitte Bardo y Marlon Brando. “Era la única oportunidad que Farid podía hablar conmigo en privado”, dice ella. Cuando Farid comenzó a coquetearle, Teresa vio que sudaba y que ponía atrás su mano temblorosa. “¡Este cayó!”, pensó ella. Entonces, Farid le pidió casarse. Teresa le dijo que era precipitado; que tenía que pensarlo. Al día siguiente, Teresa le respondió: teniendo tiempo solos en la hora del té, Teresa le dijo, entre risas, que sí se casaría con él. “Yo por dentro pensé: ¡no vaya a ser que se me vaya!”, dice riendo, “tonterías, uno piensa así de muchachito.” Era el único momento que tendrían solos en el viaje, de hecho “antes de casarnos no hubo un beso entre Farid y yo” por las intromisiones paternales como cuando, una noche, se escaparon a cenar al restaurante del hotel para ser interrumpidos, cinco minutos después, por Chahid y Salime.

Ese mismo viaje, Farid le pidió la mano de Teresa a Chahid: “¿Tú estas loco chico? ¿Como te vas a casar con Teresa?”, cuenta Teresa que le respondió, “es una niña consentida con carisma, no sabe hacer nada, no sabe hacer un arroz, le lavan, le planchan, le hacen, dentro de dos meses – si te casas con ella – no tengas la menor duda que tendrás el pelo blanco.”

“Gracias papá, lo estas entusiasmando!”, le dijo ella sardónicamente. Chahid decía lo contrario a lo que era ella, cuenta Teresa, “en realidad yo era sencilla, cariñosa, penosa.” pero luego recuerda, entre risas:

“A mi Don Pedro Mattar me decía: tú tienes que casarte con un Mattar”

“Pero yo escojo”, le respondía ella sonriendo.

“¡Mírala que sinvergüenza!”, exclamaba Don Pedro entre risas.

A pesar de la amenaza de terminar con el pelo blanco, Farid procedió con las nupcias.

La Boda

Entonces, los Torbay se embarcaron a preparar una boda en Beirut: Rafael, un conocido costurero de Beirut, hizo los vestidos y la familia organizó una pequeña recepción en el Casino del Líbano. Al principio, Chahid se encontró en la disyuntiva de no saber a que grupos invitar a la recepción: “había gente con sherwel, fíjate tu los problemas de la época, pero también conocías otro grupo” más sofisticado, dice Teresa, “este ha sido el problema de todos los libaneses, no te creas, que no quieren mezclar unos con otros”. Pero, tras meditarlo, Chahid dijo: “no vamos a cometer esa ridiculez, vamos a invitar a todo el mundo y que vaya todo el mundo porque eso de dividir a la gente, yo no voy a hacer eso.” La decisión no serviría de mucho, pues la boda en Beirut se vendría abajo al poco tiempo.

Un día, el patriarca del clan Torbay – “esas tribus de antes: el pasha, el sheik, el bek” – se aproximó a Chahid y le informó, cordialmente, que los Torbay se habían puesto de acuerdo en no ir al matrimonio de Teresa porque ella había rechazado las propuestas matrimoniales de muchachos universitarios y de buen porte del clan para casarse, en cambio, “con el hijo de un campesino.” Las antiguas cicatrices, sepultadas bajo la tierra húmeda de América, volvían a abrirse. “Imagínate tu, como nos golpeó eso, que nos dijeran eso”, dice Teresa, sumamente molesta. “Yo no quiero ver a nadie de ellos”, le dijo a sus padres, “ni quiero casarme aquí.” También, diciembre – la mejor época de ventas en Ninoska, la tienda de Don Pedro Mattar – se aproximaba. Por ello, Don Pedro empezó a mandar cartas apurando el retorno de Farid pues este era su mejor vendedor. Entonces, presionado, le sugirió a la furiosa Teresa que se casaran en España y celebrasen su luna de miel allí. “A mi no me importa, Farid, donde tú quieras’, le dijo ella, “que estén mi mamá y mi papá.” Así, con su traje de novia, partieron a Italia y posteriormente a Madrid donde se hospedaron en el Plaza de la Gran Vía – “un hotel tipo afrancesado” – cercano a la Iglesia de San Marcos, donde contraerían nupcias. Salime, que aun no se había enterado que tenía cáncer, lloró mucho. De hecho – cuenta Teresa – aparece llorando en todas las fotos: tenía miedo que se inventase, entre las lenguas chismosas, que el matrimonio de su hija había sido tan apresurado por un embarazado indeseado.

Las nupcias de Farid y Teresa en Madrid en 1960

Las nupcias de Farid y Teresa en Madrid en 1960

Después, los recién casados estuvieron casi un mes recorriendo la España de Franco, comprando manteles y sábanas bordadas a mano, antes de volver a Venezuela en el último vuelo del Aeropostal internacional previo a la creación de Viasa. Sería un vuelo acontecido: tuvo su primer roce matrimonial (Teresa, que fumaba desde los 17 años, ignoró que Farid no quería que fumase y le pidió fósforos a otra pasajera), los pilotos se emborracharon y ella – que tenía diecinueve años – se puso a llorar.

Al llegaron a Caracas, los Mattar Torbay alquilaron un apartamento ya equipado en un edificio en Colinas de Bello Monte. Farid empezaría su tercer año en Derecho y Teresa estudiaría dos años y medio de sociología en la Universidad Central de Venezuela, tomando eventualmente clases nocturnas junto a su esposo, pues “me gustaba el trato con la gente, las relaciones sociales, que sé yo, me llamaba mucha la atención.” Recuerda que, dentro de la facultad, se movía en un grupo de muchachas de su colegio “muy cerradas, muy calladitas” que tenían “una célula de acción católica de muchachas y muchachos.” Pero, un día, uno de los jóvenes de la célula católica las hizo firmar un documento que supuestamente exigida al profesor de una materia que aclarase u tema recién enseñado. “Nosotras todas como unas gafas firmamos eso”, dice Teresa pues no sabían que la intención de la carta era que el Rectorado despidiese al profesor: “al siguiente día nos vino un [profesor] mexicano muy comunista. La facultad de sociología estaba muy comunizada.” Entonces, Teresa decidió retirarse.

El Castillo de Bello Monte 

Farid se graduaría de Derecho pero “no quiso ejercer: fue a tribunales y no le gustó.” Entonces, se asoció con su cuñado Mauricio: transformación a la Mercantil Federal – que había cerrado, pues los hijos de William no tenían interés en continuarla – en una nueva fabricadora de refrigeración llamada Pinova Neverama Hoy, siete décadas después, todavía persiste a pesar de las adversidades y la asfixia que significan aquella crisis monumental en la que se ha desvanecido Venezuela.

“Gracias a dios, nos fue tan bien en todo”, dice Teresa sobre el rápido crecimiento que vivió Pinova Neverama cuyo lado administrativo estaría en manos de Farid mientras que su lado técnico lo llevaría Mauricio, quien se había especializado en refrigeración en los Estados Unidos. Así, la fábrica abriría en Las Acacias y posteriormente, ante su crecimiento, se mudaría en los altos aledaños a la Carretera Panamericana. “Al final tenía 450 obreros”, recuerda Teres, “Quizás ya después más.” Había sido un éxito.

Llegada la década de los noventa, Farid y Mauricio – junto a los tíos y uno de los primos Torbay – decidieron reinvertir las ganancias propiciadas por la fábrica. La incredulidad de sus allegados era feroz: el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez había hecho implosión a medida que el país se sumergía en un espiral de sacudones sociales, golpes de estado y conflicto político. Pero el grupo familiar no dudó en su proyecto: sin si quiera la necesidad de pedir un préstamo bancario, decidieron crear el Centro Comercial Ciudad La Cascada en Los Teques – un mall posmodernista de galerías de ladrillos, escalinatas, fuentes neoclásicas y jardines de palmeras. También, conectado por un puente, construirían un edificio para negocios llamado La Casonita y a su frente una iglesia para San Charbel. La devoción al santo libanés se dispararía en la capital mirandina: hoy varios niños locales llevan su nombre.

Pero la verdadera pasión de Farid era otra. “Él era un hombre soñador”, dice Teresa de su esposo, que escribió varios libros de poesía y fue comendador de la Orden de Malta, “Soñaba con la paz en el mundo y especialmente con la unión de las religiones porque venía de un país donde había mucho conflicto de religiones.” Así nacería el Monumento a la Paz, también conocido como Castillo Monte Líbano, en Colinas de Bello Monte: aquel icónico castillo monolítico de piedra que irrumpe entre las colinas del sudeste, con sus niveles de arcos y pináculos salpicados de jardines colgantes babilónicos, evocando a un zigurat o a las columnadas del Park Güell y enfrentando a los transeúntes con siete águilas de bronce posadas sobre pilares que protegen un altar en honor a las tres religiones abrahámicas: una cruz, una Estrella de David y una media luna islámica. Buscaba “la unión de las religiones”, pues estaba atormentado por las matanzas religiosas que empezaron a sacudir al Líbano una vez desatada su guerra civil. “Si yo no me volvía loca, le hubiese dado vueltas al mundo”, dice Teresa.

Para el Monumento, Farid se inspiró en el Ávila azul que se alzaba contra Colinas de Bello Monte. “Se sentaba horas mirando al Ávila para su muro”, cuenta Teresa, “poniendo piedras sobre piedras con unos albañiles ecuatorianos.” El monumento, cuya construcción se inició en 1963 y duraría 28 años, incluyó las rocas de las aceras antiguas de Caracas que el gobernador Virgilio Ávila Vivas había desechado en Filas de Mariche tras rehacerlas. Con ellas, se iniciaría un proyecto que – por estar directamente edificado sobre las colinas – se construiría desde arriba hacia abajo y también sería conocido con el nombre de la patria nativa de su fundador: Castillo Monte Líbano.

El Monumento a la paz EN LA ACTUALIDAD  (cortesía de colinasdebellomonte.com)

El Monumento a la paz EN LA ACTUALIDAD (cortesía de colinasdebellomonte.com)

El Monumento a la Paz se convertiría en un centro de vida: en su cuerpo de catedral se celebrarían actos culturales, reuniones nacionales de universidades venezolanas, clases vacacionales para los niños de los colegios públicos para aprender sobre la convivencia pacífica (instruidas por un filosofo y un abogado), conciertos, matrimonios civiles, misas maronitas, celebraciones marianas con casi mil sillas, altares y candelabros y hasta  recepciones al director general de la UNESCO Fedrico Mayor Zaragoza.

Hoy, el Monumento no tiene función. Su efervescencia terminaría cuando los Mattar lo donaron a la Municipalidad de Caracas en los años ochenta. Por un tiempo, el gobierno municipal costearía la iluminación del muro. Luego, se sumiría en la oscuridad. Los jardines se han venido a menos, aunque los Mattar nostálgicamente aún manden ocasionalmente a un jardinero. “Antes cada piso era un jardín”, dice Teresa recordando las placas para los países, la grama y las siembras de verduras en el techo, “era un sueño. También, el cobre de sus símbolos religiosos ha sido robado. Se ha vuelto hasta peligroso: entraron ladrones, que lo utilizaban para robar a las casas cercanas.

Pero Teresa – cuyo mayor legado con Farid ha sido sus hijos Edwin, Emily, Sandra y Astrid, además de una docena de nietos nacidos entre Caracas y Boston – no se deja sobrellevar por el desaliento y la ruina que parece empapar al país entero. Como desafiante, o como sultana de un castillo cuyas piedras podrían ser el último vestigio de Caracas, hace cierta mueca irreverente: “a ver”, me dice, “si en el futuro hacemos algo allí.”