Pedro Mattar y Mimí Harb: Caracas en tres tiempos

Pedro mattar en su casa en caracas.

Loulie, decidió enseñarle español a su nieto Pedro Mattar (n. 1932) antes que cruzara el Atlántico. Había aprendido el idioma en Chile, a donde emigró después de la Primera Guerra Mundial para luego retornar a su pueblo natal Tannourine, en el norte del Líbano. Pedro, de 16 años, partiría pronto a Caracas – donde se había asentado años antes su tío del mismo nombre, que recientemente había visitado el Líbano y lo había invitado a migrar –en compañía de sus dos primos hermanos Freddy y Antonio Mattar– a aquella distante tierra prometida que era Venezuela.

Tras pasar toda su vida en las montañas, entre arboles de manzanas y casas de piedra calizas perdidas en montañas milenarias, el joven Pedro partió de Beirut en un gran barco con destino a Marsella. Atrás, en la bruma del Mediterráneo, quedaron las montañas del Líbano. Al frente, los techos de tejas del sur de Francia.

Pero, al llegar al destino, Pedro enfermó de neumonía. El grupo de siete u ocho nativos de su pueblo con los que viajaba lo dejaron en un hospital: no se le permitió tomar el tren para París – donde, a diferencia de Beirut, había una embajada venezolana que les daría una visa. Mientras sus compañeros partían a París, el se encontró solo en un hospital defiéndase con el poco francés que sabía.

En el hospital de Marsellas conoció un señor marroquí. “Lo visitaba, le llevaba frutas y manzanas, lo entendía a pesar del acento”, dice la esposa de Pedro, Mimí. El marroquí, que lo adoptó como un hijo durante esos días, lo llevó a la estación de tren poco después de que saliese del hospital. Partió a París, donde tenía la dirección de dos hermanos libaneses que habían montado una posada para migrantes libaneses, y se reencontró con su grupo. Tras dos semanas, tomaron un vuelo y partieron a Caracas. El mundo, en cuestión de un parpadeo, se había hecho vasto.

En Caracas, su tío Pedro se dirigió al aeropuerto en La Guaira a recibirlos. Pero el avión no apareció. Tío Pedro tomó su auto y regresó a Caracas: no sabía que, por alguna falla que presentó el avión, este había tenido que hacer una parada en alguna isla del Caribe. Por ello, cuando el avión finalmente llegó a Caracas con un día de atraso, los migrantes no encontraron a nadie recibiéndolos en su nuevo país. Pero Pedro tenía su cuaderno de español y árabe, resultado de sus clases con su abuela.

Así, pidió un taxi a una dirección que tenía anotada de Ninoska – la tienda de textiles de su tío en el centro de Caracas. Así, llegó al mercado libre de la Plaza El Venezolano donde –fortunas del lenguaje– encontró comerciantes de Zgharta, otro pueblo norteño. Con ellos, buscó la tienda hasta dar con su tío. “Todo fue gracias a el” por haber aprendido español, dice Mimí. Y así, Pedro se estableció en la esquina de las Madrices en el centro, comenzó a trabajar de día en Ninoska y continuó su educación del idioma en una escuela nocturna en el área. “Para aquella época la gente no tenía los conocimientos de hoy en día”, dice Mimí, “Los niños hoy día nacen hablando casi.”

Era 1948 y Caracas apenas tenía unos 360.000 habitantes. “Llegué y encontré todo raro”, dice Pedro de su percepción al llegar a Venezuela, “Pero al llegar al centro encontré un montón de paisanos hablando árabe”. El clima era caliente y las gentes eran extrañas. Un día, se dirigió a la fábrica de goma de su tío para supervisar la producción de almohadas, colchones y cauchos. Allí, conoció una empleada y le preguntó por sus hijos. “Tengo cinco”, le dijo la mujer y procedió a nombrarlos. Todos tenían apellidos diferentes: algo inconcebible en un Líbano donde el divorcio no existe entre los cristianos, como los Mattar, y los hijos extramaritales son un tabú. “Esas cosas marcan a uno cuando recién llega del Líbano, pero uno se adapta rápido a este país”, dice Mimí, “Su gente es muy amable. El venezolano es muy gente, muy cercano, muy chistoso y uno no se siente extranjero. Yo me considero venezolana, venezolana. Sigo amando al Líbano y me encanta ir, pero me gusta regresar a Venezuela.”

Hasta 1952, Pedro trabajó en Ninoska: luego, su tío lo envió a Acarigua, en Portuguesa, a encargarse de una tienda de telas, ropa y perfumería que tenía allí. “Vivió su juventud ahí”, dice Mimí, entre parranda y amistades. “Terminó comprando el terreno donde estaba el negocio y luego construyó un edificio ahí”, vendiendo todos los apartamentos y los negocios de abajo. Tras cinco años, en 1957, su tío le pidió regresar a Caracas y encargarse de las ventas en Ninoska.

En un parpadeo, habían pasado diez años. Ahora, Pedro era un veinteañero que ya dominaba el español –con una voz que recuerda a la de Oscar Yanes– y Venezuela era una democracia salpicada de autopistas y torres empresariales. En 1961, decidió visitar el Líbano de nuevo. 

mimí Harb en su casa en caracas

            Mimí Harb (n. 1940) se había asentado con sus padres en Trípoli, una prospera ciudad musulmana de la costa, cuando Pedro Mattar regresó al Líbano en 1961. Allí, estudiaba en la escuela de monjas francesas Saint Vincent de Paul, la cual sería destruida en la guerra civil y forzada a reubicarse en un pueblo en las montañas católicas.

            Cuando llegaba el verano, Mimí subía a la frescura de Tannourine. “Nosotros los jóvenes pasábamos los tres meses del verano en el pueblo”, dice. “Todos los de mi edad eran estudiantes brillantes”, explica, “Formamos una asociación de estudiantes”. Entre ellos estaba Salah Mattar, el hermano menor de Pedro, hijo de la segunda esposa de su padre Assad después del fallecimiento de su madre Cristina. “Salah era un hombre brillante e inteligente”, dice Mimí, explicando que Pedro –por medio de las remesas de Venezuela– le había costeado la educación a él y a sus otros hermanos en el Líbano, incluso trayendo a su hermano Jamil a vivir en Barquisimeto.

“Pedro le mandó a decir [a Salah] en una carta: a mi me gustaría que tú estudiaras medicina”, cuenta Mimí. Salah le respondió: “Hermano, agradezco tu concejo, pero a mi la medicina no me llama la atención. Quiero estudiar derecho. ¿Qué prefieres? ¿Un mal médico o un abogado brillante?” “Y fue brillante”, dice Mimí, “Muy brillante”.

A pesar de la cercanía con el hermano de Pedro, ambos se conocerían por un hermano de la madre de Mimí que había vivido dos años en Caracas. “¿Quieres venir conmigo? Voy a visitar un amigo de Caracas”, le preguntó su tío. Mimí aceptó con gusto, vistiéndose elegante y poniéndose tacones altos. Poco después de la reunión, Pedro empezó a averiguar con Salah sobre Mimí. Siguieron las visitas y las conversaciones.

Una noche, Pedro la invitó a una fiesta en su casa. Bailando, Pedro le enseñó un tronco cedro tallado en la forma del cedro de la bandera libanesa –que había comprado en las áreas de Ehden o Bcharre– en la pared. “Me quiero llevar un cedro a Venezuela”, le dijo Pedro a Mimí. “Bueno ahí lo tienes”, le respondió ella, “Ya lo compraste”.

“Ese cedro no es el que quiero”, le respondió él, “¡Quiero un cedro vivo!”

“Lo que más me marcó subiendo del aeropuerto fue ver los ranchos”, dice Mimí, el cedro vivo, “No puede ser que un país sea rico y petrolero y vivan en ranchos”. Sin embargo, al llegar a Caracas quedó vislumbrada por el verdor de la ciudad y la imponencia multicolor de el Ávila. Ya no era la pequeña ciudad provinciana, de techos rojos, a la que había llegado Pedro. “Caracas era una ciudad hermosa”, dice, “Cuando yo llegué, ya era mucho más grande, había urbanizaciones, fue creciendo poco a poco”. Se habían casado a finales de 1961 en el Líbano, partiendo por una glamurosa luna de miel por Roma, París y Nueva York.

            En Caracas, Mimí fue recibida por tío Pedro y su esposa Almaza. “Ella era un amor”, dice Mimí, “La casa de ellos estaba abierta para cualquier inmigrante que venía a Venezuela”. Tío Pedro se había convertido en un pilar de la comunidad libanesa de Caracas. “Don Pedro era el caballero, inteligente, capacitado”, dice Mimí, “Fue uno de los primeros que empezó a trabajar, y Pedro también, para hacer un club [de libaneses] en Caracas”. Hoy, en el Club Líbano Venezolano fundado en aquel entonces, se encuentra un busto del tío Pedro comisionado por Michel Sayegh, un reconocido inmigrante de Zgharta que llegaría a Venezuela en los cincuenta.

Un año después de la llegada de la pareja, nacería en Caracas su primera hija de la pareja Jessica. En esa misma ciudad donde crecía su familia, Pedro dedicaría el resto de su vida –hasta el final– a Ninoska, aquella tienda sobreviviente de una Caracas placida y patricia. La heredaría de su tío Pedro en 1971, cuyos hijos no continuaron en el negocio, poco antes de que Mimí quedara embaraza de su tercer y cuarto hijo: unos morochos. Eventualmente, los cuatros hijos se harían nueve nietos y dos bisnietos.

            Mimí, con el más dulce cariño maternal, ha sembrado sus raíces de cedro en Caracas –en una quinta en las colinas donde se ve el sempiterno Ávila azul y donde cuelgan cruces y relojes de madera en las paredes. Pedro, dos años después de la entrevista, falleció el 29 de diciembre del 2022. “Él fue un luchador”, dice Mimí.