La Generación del Miedo y la Rutina.

        Somos la generación del miedo y la rutina. Hemos crecido en un país descompuesto; un adefesio de república donde la vida no vale nada y la moral es un ser deformado. Somos las víctimas de un experimento social, de la negligencia de una sociedad idiotizada cuya falta de ciudadanía en 1998 nos llevó a pagar sus consecuencias. Aquí estamos, mirando con envidia a todos los jóvenes del mundo a través de nuestras redes sociales; revolcándonos en la falta de futuro, de progreso, de cosmopolitismo; en la chabacanería de lo que queda de vida nocturna; en el encierro a domicilio que se ha vuelto nuestra juventud. Nos babeamos como idiotas viendo el Halloween en el resto del mundo; viendo la diversión de jóvenes que todas las tardes disfrutan de su ciudad y sus amigos; viendo todas esas maravillas que ofrece la vida en un país normal: la comida, la ropa, los museos, las actividades recreacionales. Todo lo que crecer en una revolución nos arrebató.

            Y así vivimos, a base del deseo y del miedo. El miedo a no saber si viviremos, el miedo a no saber adónde se dirige tu futuro. El miedo a que esta pesadilla no termine nunca. A que finalmente nos terminemos de volver una comunidad completamente emigrante. Ese miedo a que algún día – 2030, 2050 – nos sentemos en casas suburbanas con nietos e hijos que hablen lenguas foráneas, recordando un Ávila que más nunca vimos, con relatos generacionales que no son de heroísmo y progreso si no de nuevos nómadas modernos. Sentarse en el metro de Nueva York, año 2052, y ver una anciana venezolana narrar su travesía por el mundo una vez que abandonó Caracas décadas antes para más nunca volver.

            Y dejamos nuestras pocas esperanzas en lo poco que nos queda. En brujos y profetas, en elecciones parlamentarias. Y el miedo acecha y golpea, apareciendo con rumores macabros y desalentadores que llegan de supuesta largas cadenas de gente: que habrá un fraude masivo, que compraron a la ONU con oro, que si gana la oposición los colectivos desarrollarán una pesadilla de sangre y terror en las calles del país. Surge la depresión, pero la esperanza perdura en medio de la oscuridad.

            No es lindo vivir con miedo y no es divertido vivir con rutina, encerrado en una casa. Y así, a mi generación le ha tocado vivir los peores momentos de la historia de este desangrado país que es Venezuela. Somos la generación de la emigración, empujados por el país a las aguas del Caribe para conquistar el resto del planeta – dejando una patria en llamas atrás. Y todo por la irresponsabilidad de una generación mayor que no logró entender lo que tenían hasta que lo perdieron. 

Odalisca

       Caracas es muchas cosas. Caracas es, principalmente, una caótica metrópolis africana. Es Lagos, Bamako, Conakry y Mogadishu con su crimen tropical, sus barriadas interminables y sus gobiernos de prostitutas. Caracas también es una ciudad latinoamericana de los ochentas, no sólo porque se conforma de faraónicas ruinas de ese periodo y de antes –  de los tiempos gloriosos (lo cual también la hace ser Roma en el año 400) –  si no porque está ahogada de crimen, violencia, miseria, tercermundismo y ¡Bye, bye clase media! (Brasilificación). Es Medellín en los días de Pablo Escobar y Bogotá en los mejores tiempos de la FARC. Caracas también es Beirut en la guerra civil libanesa, dividida en Este y Oeste. Es Teherán y El Cairo, ciudades alguna vez bañadas en opulencia pero hoy vueltas polvo. Caracas es como Nueva York, pasará de escoria social a faro en el mundo. Caracas es la Sucursal del Cielo. Caracas es la Sucursal del Infierno. Caracas es Brasil. Caracas es Puerto Rico. Caracas es Dubái. Caracas es Mumbai. Caracas son muchas. Caracas son pocas. Caracas es una. Caracas son todas.

       Caracas es Caracas. 


Fotos: Donaldo Barros.