Amira Antar: La novia joven
/“Cuando salí de la puerta de mi casa a los quince años”, dice Amira Antar (n. 1949), “le dije a la Virgen de Zgharta: acompáñame y tu vas a ser mi madre donde sea.” Apenas una adolescente, dejaba tierra y familia por igual para contraer nupcias con su primo Sayed Antar, emigrado cuatro años antes a Caracas y cinco años mayor que ella, que “conocía, pero no éramos íntimos.”
A pesar de ser la primera persona en su familia en poder asistir al colegio, la educación de Amira se vio bruscamente interrumpida: “te sacan de 15 [años] del colegio y te casan”, recuerda ella, “eso fue para mí, muy, muy fuerte.” Era abril de 1965 y Amira tomaba un avión de Air France con rumbo a Caracas, dejando atrás su pueblo Zgharta y a sus padres Charlotte Dahdah, una ama de casa, y Greije Antar, un transportista, que definieron una infancia “feliz y bonita” marcada por paseos con sus abuelos a la ciudad de Trípoli, porque “siempre me ha gustado la ciudad, el adelanto.”
Caracas fue un choque: “era una cosa calurosa, pero la autopista me impresionó”, recuerda de su llegada, cuando el español – que no hablaba pero que aprendió en un mes – le pareció similar al armenio. “Venezuela era asombro”, dice, “no tenía idea de nada.”
Así, fue recibida por sus primos Marie, Laure y Pablo en su casa en Santa Mónica, zona que por sus quintas y calles tranquilas la hizo sentir más amena. “Marie y su esposo eran el apoyo mío, mi espalda, los que me cuidaban”, dice antes de recordar la cercanía que había desarrollado con sus hijos cuando estos estuvieron en un internado en el Líbano. Menos de un mes después, el primero de mayo, se puso un vestido blanco y dijo: acepto.
Sayed, con quien se mudaba a un apartamento en Catia, era comerciante y surtía materiales de zapatos. Ahora abría una pollera en los espacios donde una década después se alzaría la Torre Previsora. Aquellos primeros años eran emocionalmente duros, marcados por lágrimas y añoranza familiar. “Todo era muy diferente”, dice ella, “Yo tenía una rebeldía cuando nos casamos porque yo no quería poner de mi parte. Me decían ‘buenas noches’ y yo decía ‘buenos días.’” Aun así, “si no me gustaba algo, lloraba de un lado y al día siguiente me ponía a bailar.”
En Catia, Amira quedó embarazada de su primera hija: Elsa – que nacería tres días después del devastador terremoto de 1967, el cual vivió mientras su empleada doméstica gritaba y ella veía por televisión a Mariela Pérez Branger ser nombrada primera finalista en el Miss Universo. Estrechando lazos con sus vecinos, que eran de muchos países “porque yo quería conocer mundo” y Caracas le propiciaba esa multiculturalidad a través de sus múltiples comunidades de inmigrantes, probó su primera hallaca. Le repugnó, por “sus sabores tropicales. Aceitunas, dulce, salado, pimentón, alcaparra.” Pero los años pasaron y la hallaca fue de su agrado, aprendiendo a cocinarlas – ya con 23 años – gracias a unos vecinos venezolanos. Desde entonces, le enseñó a sus sobrinas y primas como hacerlas: tradición navideña que perdura en sus familias hasta hoy.
Con aquellas amistades vecinales, como con las mamás de los amigos de sus hijos, pasaba sus tardes entre el canto y el baile: le gustaba particularmente la música de Camilo Sesto como los cantantes libaneses. Mientras tanto, Sayed había abierto negocios en Sabana Grande y empezaba a trabajar en el ramo de licitaciones y ventas petroleras con el gobierno – área en la que se desarrolló y mantuvo desde el primer gobierno de Rafael Caldera. Terminando la década de las guerrillas y las minifaldas, la familia se asentó en un nuevo apartamento en Colinas de Bello Monte.
En su nuevo edificio, en las colinas del sudeste, la vida se hizo frenética: su prima y su esposo, recién inmigrados, se asentaron con ellos por un año, los niños se multiplicaban y Sayed era asiduo a invitar a sus amigos que comían y pasaban la noche en el apartamento. “No me alcanzaba el día: yo lavaba, fregaba, mis hijos”, recuerda, “Yo estaba siempre en movimiento con la familia.” Aunque se sintiese “atosigada, en la juventud siempre tenía planes para organizar, planes para hacer en la noche: tomaba mi baño y escuchaba radio, música, veía cosas, me gustaba la vida. Me gusta el adelanto, me gusta la moda, me gustan las canciones, me gustan los artistas.”, dice riendo, “Entonces no veía esto como una tragedia.”
Pero la añoranza familiar jamás se había ido por completo: “cada vez que daba a luz lloraba mucho porque me faltaba mi familia, pero como estaban mis primos me sentía acobijada.” Así, en 1977 y tras doce años sin ver a su familia, regresó al Líbano por primera vez; un país ahora despedazado por un conflicto civil y varias invasiones extranjeras. Entonces, Amira redescubrió su natal Zgharta, serena en medio de la tormenta de fuego. “Te toca conocer a tu familia de nuevo”, dice, pues sus hermanos infantes ahora eran hombres y sus otras hermanas tenían hijos: “Tenía que conocer a mis padres de nuevo.” Recuerda el dolor de despedirlos para regresar a Venezuela: “lloré demasiado, porque la primera vez no lloré porque no entendía. Yo pensaba que iba a verlos de nuevo”, dice comparándolo con el día que emigró, “Quedé dos días llorando.” Desde entonces, jamás ha dejado de visitar al Líbano y a sus familiares: recuerda, agudamente, un vuelo a Beirut en los noventa, ya finalizada la guerra y reabierto el aeropuerto, porque era “primera vez que volvía el avión normal a Beirut y al pisar la tierra, la gente [en el avión] lloraba.”
Más de cincuenta años después de haber llegado a Maiquetía, Amira – madre de Elsa (n. 1967), Pedro (n. 1969), Jean Paul (n. 1973), Gerald (n. 1979) y Jessica (n. 1982) y abuela de cinco – no renuncia a su joie de vivre: “hasta el día de hoy tengo planes nuevos”, algo que para ella es una parte fundamental de hacerse una persona más integra. Así, Amira considera que “lo mas importante en Latinoamérica es la educación: porque una persona educada puede sobrevivir a todo. Cuando uno es positivo, educado, con cultura, puede sobrevivir.” Sintiéndose venezolana “al 100%” pero llevando la “bandera libanesa dentro de mí”, Amira da su final defensa: “esta crisis no me va machacar y hacerme escapar, hacerme retirar de la escena”, dice con desafío, “hasta mi muerte será.”