Leila Antar de Jeitani: Moda y Amor

Leila Antar de Geitani.

Leila Antar de Geitani.

“Nunca se me vino a la mente emigrar”, dice Leila Antar de Jeitani (n. 1942) sobre su llegada a Venezuela en septiembre de 1968 – en avión, pues atrás habían quedado los años de los buques migratorios. Se adelantaba a su esposo – Wahib Jeitani (n. 1943 – f. 2016) – por cuatro meses, puesto que sus hermanos mayores se habían establecido en Caracas desde hacía más de una década. Él quería dejar el Líbano. Ella no. Así, acordaron que ella iría primero para tantear esa Venezuela que celebraba una década en democracia y donde poco soplaban los aires franceses, checos y mexicanos de aquel año. Para ver si le gustaba.

¿Irme a probar, ante la posibilidad de perder mi trabajo?, le reclamó a su esposo. Entonces, Wahib se vio forzado a recurrir a las influencias de aquellos grandes poderes que son los políticos semi-feudales del Líbano: acudió al Ministerio de Comunicación, que presidía Suleiman Frangieh (futuro presidente del Líbano), y se dirigió a la oficina del hijo del ministro, Tony Frangieh – hombre fuerte de Zgharta, el pueblo de la pareja, que sería asesinado en la infame masacre de Ehden una década después. Así, Tony le aseguró que si Leila decidía volver de Venezuela – en caso de sumo desagrado – su trabajo como maestra en un colegio estatal estaría asegurado.

Pero Leila, recibida por su hermana Marie y su esposo Emil (que habían emigrado en 1955), no le gustó Caracas: para nada de hecho, pues todo era muy diferente. Pero – quizás por un carácter terco o aquella resiliencia melancólica del libanés – se dijo a si misma: “ahora para regresar es difícil” y le estiró la mano a Wahib para que llegase en enero de 1969. Él, en cambio – aunque estuviese amando u odiando al país nuevo, aunque tuviese una personalidad eufórica y a veces gritona – no se expresó al respecto.

Leila y Wahib se habían conocido en Zgharta, su pueblo, muchos años antes. “Éramos amigos, no teníamos nada”, me dice sobre Wahib, que era el profesor particular de su hermano José, “De verdad, verdad, nunca pensé que iba a ser su novia o casarme con él.” Pero la vida da vueltas extrañas y un día, Wahib – en un tiempo y espacio donde no se acostumbraba el noviazgo – se le aproximó y le planteó la idea de casarse. Ella, en cambio, le dijo que necesitaba pensarlo. El 19 de noviembre de 1966 contrajeron nupcias.

Wahib y Leila eran maestros en colegios estatales – ella en el de niñas y él en el de varones – en el distrito de Kebba (pronunciado Ebbe), donde se habían asentado sus padres, en la ciudad mayoritariamente sunita de Trípoli – floreciente y bulliciosa, como demuestran las ruinas de la abortada feria mundial que diseñó Oscar Niemeyer y que la guerra acabó antes de su apertura. Leila, que enseñaba francés y árabe a alumnas de diferentes religiones, recuerda con una sonrisa como las estudiantes musulmanas se acercaban a ella durante clases con preguntas arbitrarias (en un Líbano que aún no había sido despedazado por las guerras religiosas y donde la occidentalización laica de los centros urbanos hacía difícil la diferenciación religiosa) con la intención de echar un vistazo a la cruz en su cuello y después comentar con sus amigas – con inocente curiosidad y asombro infantil – que la profesora Leila era católica. 

No era su primer trabajo como maestra. Previamente había enseñado en un colegio – igualmente público y de niñas – de mayor tamaño, “[una experiencia] muy buena, gente agradable, un colegio grande”, en Abi Samra, otro distrito de Trípoli, y antes en un colegio público mixto en el pueblo de Alma, cercano a Zgharta. De hecho, la vida de Leila parecía definida por el movimiento.

La menor de nueve hermanos, Leila era hija de Hanna y Zaide Antar, una pareja de Zgharta que – tras la emigración de la mayoría de sus hijos a Caracas – habían dejado el pueblo natal, donde Zaide era panadera y Leila asistía a un colegio de monjas, para establecerse en el pueblo cercano de Sereel. Allí, visitando Ehden (el pueblo vacacional de Zgharta) cada verano, Hanna se desenvolvió como carpintero. De todos modos, Leila solo vivió en Sereel por un año pues fue enviada a un internado de monjas francesas en Baabdat, un pueblo en los montes cercanos a Beirut.

Pero el movimiento no se detenía: del internado en Baabdat, se transfirió a un internado de monjas libanesas en la ciudad costera de Batroun, y de allí terminó su último año de bachillerato en un colegio de Trípoli. Era la primera de sus hermanos en graduarse de bachillerato. La mudanza a Trípoli se debía a que Hanna y Zaide se habían establecido en el distrito de Kebba, ahora económicamente aligerados por las remesas que llegaban de sus hijos en Venezuela. Con título de bachiller en mano, se dirigió a Beirut y presentó las pruebas de docencia, iniciando su carrera.

Leila (tercera persona a la izquierda) y Wahib (primero a la derecha) con varios de sus sobrinas, cuñados y hermanos de Leila en Caracas en la década de 1960.

Leila (tercera persona a la izquierda) y Wahib (primero a la derecha) con varios de sus sobrinas, cuñados y hermanos de Leila en Caracas en la década de 1960.

La docencia quedó en el Líbano. Leila ahora lidiaba con la dificultad de adaptarse a ese bagaje de novedad que implicaba el país y su lengua y su clima y su todo. Pero, tras dos años de arrebatos de infelicidad, se sintió finalmente augusta con Venezuela. Ahora, cuando se ha replegado la prosperidad de pozos de petróleo y represas alzándose en la jungla que atrajo a su esposo varias décadas atrás, dice sin titubeo y sin meditarlo que “adoro a Venezuela. Yo no quiero vivir en otro país.”

En aquellos primeros años de satisfacción, Wahib fue contratado por una fábrica de ropa para comerciar las prendas producidas a las tiendas de ropa de Caracas. Leila, por su parte, vendía las prendas directamente a compradores que venían a su casa. Pero el movimiento seguía tras de ella: pronto se asentaron en la ciudad guayanesa de Puerto Ordaz para manejar una pollera fundada por amigos de Wahib que habían emigrado previamente a Venezuela. Pero el negocio no fue fructífero y tras ocho meses, los dueños de la pollera decidieron cerrarla y los Jeitani regresaron a Caracas.

Allí, Wahib fue contratado por Vicente Luppo – un italiano dueño de una fábrica de prendas – y este lo llevó a Italia consigo a conocer las fábricas y distribuidores. Entonces, Wahib le solicitó un préstamo al Banco del Caribe y compró mercancías italianas para vender. Exitoso, decidió regresar a Italia – esta vez de manera independiente – y compró mercancía para fundar una oficina de venta al mayor: primero para mujeres y posteriormente trajes para hombres. Leila, por su parte, vendía prendas a clientes desde su casa: ahora viviendo en una quinta propia en la urbanización de Santa Mónica.

El primer local que los Jeitani fundaron fue una tienda de nombre Alfa en la Avenida 4 de Mayo en la ciudad isleña de Porlamar, pues la isla de Margarita servía de abrevadero para caraqueños vacacionales que compraban queso holandés y Kodaks como para turistas alemanes y canadienses y cruceros turísticos del Caribe que llegaban a sus puertos. Pero sin saberlo, ya existía otra tienda con el nombre Alfa: vino una demanda y la Alfa de los Jeitani se convirtió en Polino. Aun así, estar en Caracas les dificultaba atender la tienda y Polino cerró sus puertas.

Reemplazándola, a finales de los setenta, Wahib fundó una tienda en el Centro Comercial Chacaíto que bautizó André Laurent, en honor al hijo de uno de los dueños de las fábricas a las cuales compraba en Italia (que a su vez producía para el icónico Yves Saint Laurent). De igual forma, tomando el nombre de una camisería en Italia, bautizaron su quinta como Rudy. Así, viajando entre Caracas y Roma, Wahib trajo por varias décadas múltiples marcas italianas para vender tales como Messori o Belmar.

Wahib tardó cinco años en visitar el Líbano tras su partida. Leila, por su parte, tardó nueve. En abril de 1975, cuando veía el canal dos, escuchó que una milicia cristiana libanesa había tiroteado un autobús lleno de palestinos en Beirut: “esto no va a demorar mucho,” se dijo, “esto va a pasar en unos días.” La guerra duró quince años. Así, a finales de los setenta y con el motivo de asistir a un matrimonio, llegó a Beirut y tomó directo un helicóptero con destino a su pueblo. Para finales de los ochenta, Leila se veía forzada a entrar desde Siria al visitar su país. En 1997, con la guerra terminada, pudo finalmente observar a Beirut destrozada.

En Caracas sucedían otros terremotos humanos: con el valor del Bolívar desplomado por el Viernes Negro, el gobierno venezolano decidió limitar las importaciones; así, los caraqueños se vieron forzados a usar pinos caribeños para sus arboles de Navidad en reemplazado a los pinos canadienses que se importaban todos los diciembres. Por su parte, imposibilitados de importar la mercancía de Italia, los Jeitani abrieron una fábrica – de la cual los Messori de Italia era dueños de una parte debido a su asesoría – en la Avenida Francisco Solano. Así, desde mediados de los ochenta, los Jeitani produjeron la ropa que vendían en André Laurent. Pero, llegado el Gran Viraje de Carlos Andrés Pérez y reabiertas las importaciones, la fábrica cerró sus puertas en 1992.

André Laurent continuó en Chacaíto hasta el fallecimiento de Wahib en 2016. Leila, por su parte, aún vive en Santa Mónica entre libros – pues es una ávida lectora – y portarretratos con su esposo. La vida allí ha sido testigo que lo que empezó como una propuesta matrimonial entre maestros, abrió las puertas de un amor de vida: de dos compañeros, de dos almas que se dieron los hombros el uno al otro para apoyar sus cabezas. En cruzar el Atlántico, en hacer vida en ese trópico desconocido, Wahib y Leila fueron el apoyo del uno al otro: un amor convergente, quizás, o fuerte como un pilar de roca. ¿Y como no saberlo, si Wahib y Leila son mi padrino y mi madrina? ¿Si mi tía Leila fue la más fiel compañera de su hermana, mi abuela? Por eso, y quizás con cursilería poética, puedo decir sin duda alguna que esta es más que crónica de comercio, de emigración, o de movimiento. Esta, es una crónica de amor.