Antoinette Karam de Sayegh: El albor de una comunidad

Foto por Adrián Díaz

Foto por Adrián Díaz

“Fue un muy bonito viaje”, dice Antoinette Karam de Sayegh (n. 1938) mientras recuerda – impoluta, con los labios pintados de fucsia y blancas perlas brillando de sus orejas y cadena – la treintena de días de buen clima que fue su transcurso en un enorme barco de nombre “Surriento” que salió de Beirut (e hizo escalas en Alejandría, Génova y alguna ciudad de España cuyo nombre ahora no recuerda) con rumbo a Venezuela: tierra prometida de las masas de inmigrantes que dejaban aquellos puertos milenarios por las montañas y playas de hojas anchas y mariposas gigantes del Caribe. El día parece coquetear con el relato, pues el interior de su hogar en Colinas de Bello Monte está recargado de luz de mediodía que entra desde el verde jardín y su estatua mariana para enervar los colores de la quinta de modernismo de mediados siglo y sus muebles rococó. Con sonrisa sinfónicamente dulce – tía Antoinette es una mujer jovial y simpática – relata como, al igual que sus acompañantes (Laure Antar, Fred Entakli – que vino a culminar sus estudios, pues sus padres lo esperaban – y Assad Zakhia que se estableció en Puerto Ordaz), dominar el francés aprendido en aquel Líbano afrancesado de la posguerra le sirvió para comunicarse con inmigrantes italianos y españoles que también cruzaban las aguas profundas del Atlántico. “La gente era muy buena”, dice, “antes la gente era mejor que ahora.”

Fue recibida por sus padres a su llegada, en octubre de 1958, a aquel país que empezaba a experimentar con la democracia. Emil Karam y Matilde Galib, sus padres, habían puesto sus pies sobre el piso caliente de La Guaira cuatro años antes junto a algunos de sus hermanos. Durante aquellos años, Antoinette – con la intención de que completase su educación – había permanecido en el internado católico Sainte Therese ubicado en Amioun; un poblado montañoso de griegos ortodoxos y cuevas de paleo-cristianos, cercano a Zgharta. Pero Antoinette no culminó sus estudios en el internado, donde habían otras quince muchachas zghartewi de familias en buena posición económica, y se mudó por un año con su hermano mayor para posteriormente partir hacia el horizonte atlántico. “Dejé a mis sobrinos, dejé a mi hermano y dije: Dios mío, ¿Por qué yo vine para acá?”, dice sobre su llegada a Venezuela, “A veces uno se sienta a llorar por lo que dejó allá. Después uno se acostumbra.”

“Éramos poquitos de Zgharta cuando llegué aquí”, explica Antoinette, “Todos éramos como una sola familia.” Así, en una cortés visita (pues los miembros de la comunidad acostumbraban visitar con los recién llegados), conoció a Maurice Sayegh (n. 1931, f. 2001), desconocido a pesar de ser nieto de la prima hermana de su abuela y vecino de la casa frontal a la suya en Zgharta. Seis meses después contrajeron nupcias en Caracas.

Maurice había llegado a Venezuela en 1954, durante el apogeo desarrollista de autopistas y palaciales proyectos públicos del dictador Marcos Pérez Jiménez, en donde algunos de sus hermanos lo esperaban. Después, “hasta vinieron sus papás a pasear.” Junto a sus hermanos, Michel y Elías, Maurice inició sus enterprises venezolanos vendiendo frutas en el Mercado de Quinta Crespo y su sacudón de vida tropical. “En el Líbano, no hay trabajo fuerte”, dice Antoinette sobre por qué los Sayegh partieron a la distante Sudamérica, “Cada quien hace en su jardín, venden sus verduras.” Posteriormente, Maurice y sus hermanos – siendo contratistas primero del gobierno perezjimenista y posteriormente durante los cuarenta años de socialdemocracia adeco-copeyana – se dedicaron a la construcción de toda suerte de obras civiles, desde autopistas hasta hospitales. Maurice, que dirigía los proyectos en compañía de su hermano Alfred y posteriormente por cuenta propia, fundó “Corporaciones Escartaac” en la cual, en tierna añoranza, “quiso disimular el nombre de Zgharta.”

En el Líbano, la madre de Antoinette – Matilde Galib – era dueña de un dekén (abasto) que Antoinette considera fue “el mejor de Ehden.” Emil, su padre, era propietario del primer automóvil de Zgharta, que estacionaba en el corazón del pueblo donde una eufórica multitud de jóvenes fascinados se aproximaba a escuchar la radio – tecnología aún inexistente en ese rincón de la provincia libanesa. Matilde fue “una mujer muy emprendedora, que no sabía leer ni escribir” y que propulsada por sus habilidades comerciales y la picazón de su ingenio, la famosa vena turca, logró en un parpadeo del tiempo una posición de liderazgo en aquella comunidad libanesa – remembranza de los mitos velados de las mil y una noche noches ante los ojos locales – que se asentaba en Catia, al oeste de Caracas, con sus calles de mil lenguas y mil rostros extranjeros. Allí, al igual que había hecho el inmigrante libanés Antonio Fanianos, Matilde rentó un edificio que transformó en una acogedora pensión para inmigrantes libaneses y sirios que llegaban – sin conocimiento del español y del país, con su masa de maíz y sus merengues – a aquella Caracas en ebullición modernista. En esos pequeños apartamentos y escaleras serpenteantes, los patriarcas y matriarcas de grandes clanes empresariales, que se alzarían en las décadas consiguientes, y los ancestros de afamadas personalidades públicas venezolanas tuvieron su primer refugio. Allí, le “enseño a la gente como trabajar, los orientaba, los ponía en contacto”, haciendo así de la pequeña pensión el corazón latiente de la naciente comunidad. Posteriormente, pagando en cuotas, Matilde compró el edificio a su dueña original.

Los hermanos Sayegh, sus esposas y descendencia en los años noventa en Caracas.

Los hermanos Sayegh, sus esposas y descendencia en los años noventa en Caracas.

Mordisqueada por la sangre púrpura de sus ancestros fenicios, Matilde había abordado el transatlántico mamotreto de metal que la llevó a América con cargamentos de aceite, aceitunas, hojas de parra, arak (bebida alcohólica anisada, típica del Levante) y “hasta calabacín encurtido” que planeó vender en la tierra nueva donde aún se desconocía la cocina libanesa y sus especias y carne de cordero. Para el año de llegada de Antoinette, Matilde comerciaba simultáneamente en tres mercados diferentes de la ciudad capital y vendía vestidos para niñas que producía en su hogar, renunciando a los placeres oníricos del sueño y entregando sus manos a la erosión del bordado, al caer la oscuridad de la noche y encenderse las luces de neón. Matilde, además, se ganó – suerte de abuela mágica del Oriente, pues vivió hasta los noventa y dos años – el respeto tanto de fábricas de bluejeans que le vendían sus productos para su venta como de incontables comerciantes de Catia, de los cuales fue prestamista hasta en la vejez.

En 1962, Matilde (siendo tesorera) registró – junto a Lamia Yamin (primera presidenta), Katherine Marrawi, Teresa Karam, Yvonne Karam y otras distinguidas mujeres zghartewi-venezolanas – la organización caritativa Damas de Zgharta (que sigue en actividad en la actualidad) a pesar de tener ya varios años en existencia. Del fallecimiento joven de Emil, y en directo resultado del derroche registrado en coloridos y recargados arreglos florales que recibieron los Karam Galib durante el velorio, la organización decidió crear una plateada y pesada caja con la intención de que los asistentes al velorio donasen dinero para las familias afectadas por el fallecimiento; tradición que se ha mantenido hasta el presente en las familias de origen zghartewi en Venezuela. Además, bajo la tesorería de Matilde, las Damas de Zgharta adquirieron múltiples lotes en el Cementerio del Sur – con sus mausoleos barrocos y estatuas clásicas – para las familias de Zgharta y de los pueblos colindantes que tuviesen bajos ingresos. De igual forma, la Asociación adquirió urnas en el Cementerio de El Junquito.

Del matrimonio Sayegh Karam, nacieron Marcel (n. 1961), Samir (n. 1962), Mauricio (n. 1964) y Virna (n. 1968) que me acompaña hoy con la misma sonrisa idéntica y enérgica que su madre. Seis nietos hacen vida en Caracas y Valencia, en Venezuela; España y los Estados Unidos. Eventualmente, Marcel asumió el timón de Escartaac, pues había estudiado ingeniería en Venezuela. Pero a pesar de aquel salto a la sofisticación, la monumental corporación y sus labores públicos culminaron con el albor de fin de siécle de la revolución bolivariana. Entonces, los negocios familiares transmigraron a la cría de caballos tanto en Venezuela como en rancheríos amplios en los Estados Unidos.

La brisa tórrida y el sol ácido del país que Antoinette hizo suyo nos acompaña mientras nos sentamos en la mesa del jardín bajo la mirada nerviosa de Alf, su Staffordshire bull terrier al cual le habla en español y árabe, pues tía Antoinette y Virna – quien hoy, como su abuela, es tesorera de las Damas de Zgharta – me invitan a almorzar aguacates sembrado en su jardín, tomar jugo de mango y comer kibbe. Hoy, como en aquel transcurso en bote, el día es bonito. `