Don Pedro Dahdah: Grano a grano
/Palmeras retorcidas y despojadas de hojas largas: Santo Domingo fue aplanada, hecha escombro hasta el horizonte de madera y zinc. El ciclón San Zenón (1930), furia caribeña de voraces nubarrones oscuros, había dejado su mordida ensangrentada sobre la isla de la caña de azúcar. Casi brincando para evadir los fauces de la devastación, Evelyn Dahdah (n. 1926) y su padre viudo partieron a tierras no añejadas por la hecatombe.
Venezuela fue su tierra prometida. De petróleo recién descubierto, era hacienda que se hacia metrópolis de plástico y carros americanos donde Pedro – el tío de Evelyn – se había asentado. Evelyn migraba por segunda vez en su corta vida. Junto a sus padres, había cambiado en su infancia aquel Líbano bajo tutelaje francés – mission civilisatrice – por la cuasimitológica América; la utopía transoceánica de infinitas oportunidades donde la vida podría empezar, impoluta, de nuevo.
Pasados los años y venezolanizada, “mi señora era latina” dice su marido, Evelyn se encontró de visita regresando a su tierra natal – ahora una república independiente. Pero la visita se hizo larga, extendida, permanente, y Evelyn contrajo nupcias. Su esposo fue Pedro Dahdah, (n. 1922) hijo de la prima hermana de su padre. Hoy, Don Pedro – como con cariño lo conocen sus allegados y la comunidad libanesa de Caracas – me observa con mirada reflexiva mientras sostiene con fuerza su cédula venezolana. Su cabello aún es abundante, prístinamente blanco, y viste una camisa de color blanco hueso que elegantemente tiene metida en su pantalón oscuro. “Vete sola, yo no voy”, dice con su voz rasposa pero dulce: repite el claro veredicto que dijo a su esposa una vez que ella, no pudiendo adaptarse a la vida libanesa, le pidió regresar a Venezuela. “‘Yo no me voy sin usted’, me dijo ella. ‘Bueno, entonces voy contigo’ le dije.” Y sin más bulla, Don Pedro y Evelyn desembarcaron en las faldas de la Cordillera de la Costa. Era 1947, año de temblor político, y los recién llegados se mudaban a casa de aquel otro Pedro Dahdah – el mencionado tío de Evelyn –, asentado en las cercanías del Palacio de Miraflores que, con sus techos de tejas y sus moriches, firmemente se plantaba ante la transformación que se avecinaba a demoler la Caracas mantuana.
Bajo el sol ácido del trópico, los pensamientos de Pedro Dahdah se nublaban con el ardiente deseo de retorno. Pero la lengua se desenvolvió, dio volteretas y arrendó fonemas, y el español floreció desde su garganta. Entonces, la añoranza fue resquebrajada. “Me gustó el país porque hay trabajo. Allá no había trabajo”, dice Don Pedro. Recuerda su oficio como transportista de cargas pesadas sobre los lomos de desdichadas mulas en Zgharta, antes de partir a Sudamérica. Sumido en la pobreza de la provincia, aquel pueblo fervorosamente maronita de campos de olivo e iglesias austeras desconocía los camiones, tomando las mulas el lugar de estos para llevar la carga pesada.
Don Pedro estuvo bajo las alas del tío Pedro. Así, fue empleado en su negocio de distribución mayorista de granos y papas. “Cuando llega uno aquí como inmigrante, uno es nada.”, afirma con cierta picardía, “Se lo llevan como el aire: pa’ allá y pa’ acá.” Don Pedro dice haberse “enamorado” del trabajo de su tío, que aunque fuese familiar de su esposa se convirtió en un tío para él. Adentrándose en carreteras de tierra roja y autopista recién construidas, Don Pedro hacia largas travesías en un camión cargada de granos. Maracay. Valencia. Barquisimeto. “Empecé a conocer la vida”, recuerda de sus travesías para transportar los granos desde Caracas a otras ciudades del país, “la forma del trabajo.” La deuda que tenía con su padre, de mil liras libanesas que le prestó al emigrar, fue entonces saldada con creces (sus hijos ríen mientras cuenta esto).
Su dominio del español se hizo firme. Habilidoso en la labor, y habiendo pasado una mitad de década desde su llegada, el suegro de Pedro lo convenció de abrir su propio negocio. Fue así como, en 1952, registró su propia distribuidora mayorista de granos, papas y condimentos: Pedro J. Dahdah. Dejando su área de trabajo en el centro de Caracas (en cercanía del ahora inexistente Mercado de San Jacinto: aquel abrevadero donde confabulaba la fauna caraqueña entre gritos, cajas rebosadas de frutas, olores a especias y sombreros de todo tipo), Don Pedro se asentó en un local alquilado en el Mercado de Quinta Crespo. Solía traer su mercancía desde el interior agrario del país, fiando un camión que paulatinamente fue pagando hasta ser suyo. Ocasionalmente, la mercancía la conseguía a crédito: se había ganado la confianza de los productores, a pesar de haber iniciado sin crédito y con poco capital.
Llegado 1956, Don Pedro – ahora padre de cinco – regresó por primera vez al Líbano. Con la intención de que conociesen la tierra de sus padres y de sus abuelos maternos, llevó consigo a sus hijos mayores. Pero, para aquel entonces, el Líbano – atraído por las promesas de progreso que tomaban forma como edificios de hormigón y autopistas que atravesaban la selva – había venido a él: “se llenó aquí Venezuela [de libaneses].”
Pedro J. Dahdah, la compañía, siguió en ascenso. Don Pedro junto a su hermano Amín – quien, siguiendo sus pasos, había hecho vida en Venezuela – adquirió sembradíos de papas en Salom, Yaracuy. Así, bajo las bajas colinas verdes del noroccidente del país, su negocio de distribución de papas hizo ebullición. Pero el Pacto de Punto Fijo dijo: hágase la socialdemocracia, y la socialdemocracia se hizo. Llegada la Reforma Agraria (1960), Don Pedro perdió sus tierras cuando el Estado las redistribuyó a los campesinos. Con su capital profundamente afectado, y sus tierras perdidas, el negoció viró hacia los granos y otros productos como ajo y pimienta.
La compañía prosperó. Entrada la segunda mitad del siglo XX, Pedro J. Dahdah – creación de un antigua transportista de carga pesada en mulas – se hizo una de las distribuidoras mayoristas de granos más grandes de Venezuela. Los Dahdah finalmente lograron adquirir el local alquilado de Quinta Crespo y, junto a una familia judía, Don Pedro – ahora con sus hijos a su lado – construyó una torre en cercanías del mercado y estableció su negocio en esta.
Hoy, Don Pedro tiende a visitar anualmente al Líbano. Tiene ocho hijos: Nancy (n. 1950), Susana (n. 1952), María (n. 1953), Tony (n. 1954), Johnny (n. 1956), Evelyn (n. 1958), Pedro (n. 1963) y Adela (n. 1967). De ellos, se enorgullece de tener veintidós nietos y diecinueve bisnietos. Su descendencia se ha hecho venezolana y aunque muchos viven en el país que le dio cobijo a Evelyn y a él, varios hacen vida en el Líbano, Canadá y Estados Unidos. Don Pedro, sin soltar su cédula y con las colinas verdes de Caracas asomándose en la ventana a su lado, sonríe mientras sus hijos Johnny y Susana me ofrecen jugo de mango.